Braun
Miembro de plata
Lo que al fin pudo llamar la atención de Malévola fue quizá aquella sirena estruendosa. Lo sé, o casi lo sé, porque recién tras ello parecía despertar.
Miss Esponjocita siempre se rendía en su afán por despertarla en cada clase, al igual que los demás maestros conejos. Y eso que habían intentado de las formas más ingeniosas hasta las más descabelladas.
Malévola era una coneja muy grande e imponente; pero no por ello menos hermosa o delicada. La cosa era que, por alguna razón, siempre llegaba a clases con una fatiga tan grande que conseguía que ella se desplomara en su pupitre tras llegar al aula. Nunca llegaba tarde a clases, ni se podía decir que era una mala alumna: aunque se podía llegar a ese pensamiento por sus ronquidos cuando se hablaba de historia o matemáticas. Clases que se dictaban siempre a primera hora. También se podía llegar al pensamiento de que era malvada por su enorme tamaño o por su nombre (el cual no sabíamos si era real o no, ya que ella simplemente apareció un día en el pueblo, y ese fue el nombre que dio. Era una niña conejo sin historia conocida: lo único que se sabía de ella, era que venía desde muy lejos, razón por la cual nadie conocía a sus padres, pues ella afirmaba que eran ancianos y se les dificultaba venir al pueblo).
Malévola siempre era amable, incluso con quienes no lo eran con ella. Por esa razón, a pesar de que dormía en las primeras horas de clases, no la habían expulsado hasta ahora. Los adultos la excusaban diciendo que aquello era producto del cansancio por su afán de llegar a clases desde tan lejos. Pero que, soslayando eso, sí era una buena alumna, ya que siempre entregaba la tarea a tiempo (aunque casi siempre teníamos que sacar sus deberes de su maletín, mientras ella dormía); y sí era una buena niña conejo, ya que se desvivía por apoyar a los conejos ancianos, así como con cualquiera que lo necesitara en el pueblo. Un pueblo pesquero, de conejos hacendosos. Lo cual era curioso, ya que nosotros no comíamos pescado. Pero era la principal fuente de ingreso por estos lares, ya que había hecho de nuestro pueblo, uno próspero, con amplias plantaciones de zanahorias.
Como decía al principio: sonó una sirena...
No era una cualquiera, ya que aquella solo sonaba cuando había un sismo. Era una sirena de un sonido agobiante, que se sumaba a las otras sirenas de pueblos aledaños…
Yo, mientras eso sucedía, hacía lo de siempre en clases: admirar a Malévola desde mi pupitre, el cual era contiguo al de ella.
Aunque las sirenas sonaban, algo era diferente: no parecía haber un sismo. Aunque tal sonido avizoraba uno dantesco.
Fue entonces cuando sucedió…
De pronto, y sin que nadie estuviese preparado, las paredes se sacudieron. Aunado a ello, el sonido de bombas cayendo. Era un sonido tan fuerte, que ahora eran inaudibles las sirenas.
Nadie gritó. Nadie se movió. El miedo era tan grande que nadie podía hacer nada. Solo llorar. Llorar y pensar que esto no era más que una pesadilla.
Sí, NADIE. Nadie excepto MALÉVOLA.
Dio un fuerte golpe en su pupitre, y de pronto exclamó:
- ¡Miss, pido permiso para investigar la situación!
Ante aquello Miss Esponjocita no dio respuesta alguna. Su miedo la había paralizado. Solo atinó a estirar un poco el brazo en dirección hacia ella.
Malévola hizo una leve reverencia y salió rauda del salón…
Lo que ella, Malévola, no sabía, era que yo iba detrás de ella. Pero, al no contar con sus largas piernas, me fui quedando cada vez más y más atrás… Al punto que en un breve tiempo ya la había perdido de vista.
Pero era obvio a dónde se dirigía. Iba en dirección al mar, ya que de ahí provenía el sonido ensordecedor. Tras correr por un largo rato sucedió algo extraño: Malévola había detenido su paso en la cima de una montaña, en vez de seguir el sendero bajo la misma que llevaba al mar. Decidí hacer lo mismo. Y al hacerlo pude ver lo que ella ya veía desde varios minutos atrás.
- ¿Me he vuelto loca, Valiente? -me preguntó.
- No lo creo. -le respondí -Cualquier cosa menos eso.
Tras ello veíamos como un cuy gigante se acercaba poco a poco al muelle pesquero. No tenía ninguna otra peculiaridad, fuera de su superlativo tamaño. No disparaba rayos por los ojos o tenía unas garras enormes como Godzilla. Pero era tan inmenso que decidí bautizarlo como…
- ¡CUYZILLA! -grité.
- ¿Qué dices? ¡Ja, ja, ja! Eres muy ocurrente. -expresó Malévola, tras regalarme una sonrisa.
- ¿Qué crees qué suceda ahora?
- Lo de siempre. Llegarán los humanos y se encargarán de él.
- ¿Entonces estamos salvados?
- Eres lindo, pero muy inocente, Valiente. Cuando los humanos intervienen, todo está perdido... ¿Sabes por qué llegué al pueblo? Por los humanos. Ellos son los principales monstruos de este mundo. Para ellos nosotros no existimos.
Tras ello, Malévola empezó a llorar. Yo solo atiné a tomarle de la mano. Ella, aún con lágrimas me volvió a sonreír; pero esta vez acompañó su sonrisa con un beso. Mi primer beso. Yo era el niño conejo más feliz en ese preciso instante.
- ¿Qué sucedió, Malévola?
- ¿Sabes por qué soy tan grande? La razón es que no soy una coneja, sino una liebre. ¿Sabías que existían las liebres?
- No, la verdad.
- Claro que no. Y eso es porque ya no quedan muchas de nosotros por culpa de los humanos. Ellos querían erradicar a unos leones hace unos años, y para ello incendiaron gran parte del bosque que compartíamos con los reyes de la Selva. No sobrevivió nadie. Ni los leones, ni nadie de mi especie... Nadie, excepto yo.
- Pero, ¿y tus padres?
-Ya no están conmigo, Valiente.
- Le dijiste a los adultos que eran ancianos y vivían lejos.
- Sí, muy lejos; en el Cielo, hermoso. La razón por la que siempre tardo, no es otra que por el cansancio de buscar alimento yo sola, al no tener padres.
- ¿Qué ocurrirá ahora?
- No lo sé, pero si es la última vez que estaré con vida, quiero hacer precisamente eso: vivir. Aunque sea por un momento. Un momento es suficiente.
- Te amo.
- Y yo. Aunque recién hablemos.
- Te quería preguntar… ¿Te gustaría ser mi…?
De pronto todo desapareció. Ya no había conejos, ni liebres. No había Cuyzillas...
Solo había un sonido. Un maldito sonido acompañando a una infinita polvareda.
Miss Esponjocita siempre se rendía en su afán por despertarla en cada clase, al igual que los demás maestros conejos. Y eso que habían intentado de las formas más ingeniosas hasta las más descabelladas.
Malévola era una coneja muy grande e imponente; pero no por ello menos hermosa o delicada. La cosa era que, por alguna razón, siempre llegaba a clases con una fatiga tan grande que conseguía que ella se desplomara en su pupitre tras llegar al aula. Nunca llegaba tarde a clases, ni se podía decir que era una mala alumna: aunque se podía llegar a ese pensamiento por sus ronquidos cuando se hablaba de historia o matemáticas. Clases que se dictaban siempre a primera hora. También se podía llegar al pensamiento de que era malvada por su enorme tamaño o por su nombre (el cual no sabíamos si era real o no, ya que ella simplemente apareció un día en el pueblo, y ese fue el nombre que dio. Era una niña conejo sin historia conocida: lo único que se sabía de ella, era que venía desde muy lejos, razón por la cual nadie conocía a sus padres, pues ella afirmaba que eran ancianos y se les dificultaba venir al pueblo).
Malévola siempre era amable, incluso con quienes no lo eran con ella. Por esa razón, a pesar de que dormía en las primeras horas de clases, no la habían expulsado hasta ahora. Los adultos la excusaban diciendo que aquello era producto del cansancio por su afán de llegar a clases desde tan lejos. Pero que, soslayando eso, sí era una buena alumna, ya que siempre entregaba la tarea a tiempo (aunque casi siempre teníamos que sacar sus deberes de su maletín, mientras ella dormía); y sí era una buena niña conejo, ya que se desvivía por apoyar a los conejos ancianos, así como con cualquiera que lo necesitara en el pueblo. Un pueblo pesquero, de conejos hacendosos. Lo cual era curioso, ya que nosotros no comíamos pescado. Pero era la principal fuente de ingreso por estos lares, ya que había hecho de nuestro pueblo, uno próspero, con amplias plantaciones de zanahorias.
Como decía al principio: sonó una sirena...
No era una cualquiera, ya que aquella solo sonaba cuando había un sismo. Era una sirena de un sonido agobiante, que se sumaba a las otras sirenas de pueblos aledaños…
Yo, mientras eso sucedía, hacía lo de siempre en clases: admirar a Malévola desde mi pupitre, el cual era contiguo al de ella.
Aunque las sirenas sonaban, algo era diferente: no parecía haber un sismo. Aunque tal sonido avizoraba uno dantesco.
Fue entonces cuando sucedió…
De pronto, y sin que nadie estuviese preparado, las paredes se sacudieron. Aunado a ello, el sonido de bombas cayendo. Era un sonido tan fuerte, que ahora eran inaudibles las sirenas.
Nadie gritó. Nadie se movió. El miedo era tan grande que nadie podía hacer nada. Solo llorar. Llorar y pensar que esto no era más que una pesadilla.
Sí, NADIE. Nadie excepto MALÉVOLA.
Dio un fuerte golpe en su pupitre, y de pronto exclamó:
- ¡Miss, pido permiso para investigar la situación!
Ante aquello Miss Esponjocita no dio respuesta alguna. Su miedo la había paralizado. Solo atinó a estirar un poco el brazo en dirección hacia ella.
Malévola hizo una leve reverencia y salió rauda del salón…
Lo que ella, Malévola, no sabía, era que yo iba detrás de ella. Pero, al no contar con sus largas piernas, me fui quedando cada vez más y más atrás… Al punto que en un breve tiempo ya la había perdido de vista.
Pero era obvio a dónde se dirigía. Iba en dirección al mar, ya que de ahí provenía el sonido ensordecedor. Tras correr por un largo rato sucedió algo extraño: Malévola había detenido su paso en la cima de una montaña, en vez de seguir el sendero bajo la misma que llevaba al mar. Decidí hacer lo mismo. Y al hacerlo pude ver lo que ella ya veía desde varios minutos atrás.
- ¿Me he vuelto loca, Valiente? -me preguntó.
- No lo creo. -le respondí -Cualquier cosa menos eso.
Tras ello veíamos como un cuy gigante se acercaba poco a poco al muelle pesquero. No tenía ninguna otra peculiaridad, fuera de su superlativo tamaño. No disparaba rayos por los ojos o tenía unas garras enormes como Godzilla. Pero era tan inmenso que decidí bautizarlo como…
- ¡CUYZILLA! -grité.
- ¿Qué dices? ¡Ja, ja, ja! Eres muy ocurrente. -expresó Malévola, tras regalarme una sonrisa.
- ¿Qué crees qué suceda ahora?
- Lo de siempre. Llegarán los humanos y se encargarán de él.
- ¿Entonces estamos salvados?
- Eres lindo, pero muy inocente, Valiente. Cuando los humanos intervienen, todo está perdido... ¿Sabes por qué llegué al pueblo? Por los humanos. Ellos son los principales monstruos de este mundo. Para ellos nosotros no existimos.
Tras ello, Malévola empezó a llorar. Yo solo atiné a tomarle de la mano. Ella, aún con lágrimas me volvió a sonreír; pero esta vez acompañó su sonrisa con un beso. Mi primer beso. Yo era el niño conejo más feliz en ese preciso instante.
- ¿Qué sucedió, Malévola?
- ¿Sabes por qué soy tan grande? La razón es que no soy una coneja, sino una liebre. ¿Sabías que existían las liebres?
- No, la verdad.
- Claro que no. Y eso es porque ya no quedan muchas de nosotros por culpa de los humanos. Ellos querían erradicar a unos leones hace unos años, y para ello incendiaron gran parte del bosque que compartíamos con los reyes de la Selva. No sobrevivió nadie. Ni los leones, ni nadie de mi especie... Nadie, excepto yo.
- Pero, ¿y tus padres?
-Ya no están conmigo, Valiente.
- Le dijiste a los adultos que eran ancianos y vivían lejos.
- Sí, muy lejos; en el Cielo, hermoso. La razón por la que siempre tardo, no es otra que por el cansancio de buscar alimento yo sola, al no tener padres.
- ¿Qué ocurrirá ahora?
- No lo sé, pero si es la última vez que estaré con vida, quiero hacer precisamente eso: vivir. Aunque sea por un momento. Un momento es suficiente.
- Te amo.
- Y yo. Aunque recién hablemos.
- Te quería preguntar… ¿Te gustaría ser mi…?
De pronto todo desapareció. Ya no había conejos, ni liebres. No había Cuyzillas...
Solo había un sonido. Un maldito sonido acompañando a una infinita polvareda.