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Wanda (Barbara Loden, 1970)

Godard

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Jauja
16 May 2020
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Esta contundente y directa película norteamericana (una firma estética de esta cultura en múltiples aspectos) escrita, dirigida y protagonizada por Barbara Loden, afamada actriz de teatro y cine en principio, conocida también por su matrimonio con el polémico Elia Kazan, representa una tremenda lección de efectividad y dureza que se inscribe en las zonas y las calles más duras de cualquier ciudad, donde los despojados, los desesperanzados, los marginados, a duras penas intentan, más que vivir, rasguñar una existencia que se mueve al vaivén de las circunstancias por carecer de pasado y futuro, para abrazar entonces al furioso advenimiento del presente; puestas en escena las difíciles y sórdidas circunstancias de la historia, así mismo es el trabajo de cámara que impone la directora: esta vez no se trata de hacer gala de finezas técnicas y ufanarse de exquisiteces visuales que empalagan: se trata de torturar magistralmente al espectador con una serie de vidas vaciadas de contenido –sobre todo la de Wanda- y directamente proporcionales en importancia al empaque de las comidas rápidas que atestan nuestras sucias y desalmadas sociedades contemporáneas.​

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Wanda, una mujer particular, cándida hasta la exageración, lo que acentúa su golpeada belleza natural, extraída de barrios bajos suburbiales y olvidados, de evidente procedencia obrera, arrancada hasta de su propia historia, se muestra impasible ante el divorcio que le plantea su esposo y la custodia de sus hijos, pero no apela a ninguna razón en particular para ello, como quizás nunca lo ha hecho en circunstancia alguna de su vida. Las imágenes que nos proporciona el filme son brutales en la medida en que vemos a Wanda articular sólo los gestos necesarios, no opinar demasiado de la realidad en que se mueve, y dejarse llevar por los sucesos que le salgan al paso, por extraños, sórdidos, condenables o simples que resulten. Si es invitada a una cerveza está bien, si se propone acostarse con un desconocido, está bien, recibir un golpe está de más, pues no le dolerá más que el vacío sin expectativas que compone su cotidianidad, y si resulta involucrada con un criminal barato y verse envuelta en el peor pastiche de los románticos Bonnie y Clyde, también vale porque ella es una hoja que empuja el viento a ningún lugar en particular: en una escena Wanda misma nos confiesa al vuelo que no desea absolutamente nada. Y tal consigna es una muestra fehaciente de valentía en un medio que grita desaforado que sólo seremos felices en la medida que deseemos cosas estúpidas y vendamos hasta el alma para comprarlas o para hacer parte de ellas: el matrimonio, al igual que un televisor gigante de última generación, bastante bien pueden llegar a ser recíprocos en puerilidad.​

De manera que Wanda sólo es inocente en apariencia: sin saberlo ha resultado ser más cínica que el afamado pensador griego Diógenes, pero su ternura nos impele a seguirle la pista durante el lapso del filme y cuestionarnos por qué ella hace lo que hace. El contrapunto del personaje de Wanda con el del infame Sr. Dennis (Michael Higgins) toma elementos que se inscriben en los mejores ejercicios de la improvisación (el azar como generador de belleza) que nos recuerda también a otro gigante, al gran John Cassavetes.​

Barbara Loden, como ya señalábamos, escribió, dirigió y protagonizó Wanda, y lo hizo envidiablemente bien. Se dice que tanto Barbara como Wanda poseen una correspondencia bastante real que supo potenciarse en escena. Ella, en este filme, a pesar de su relación con el alto jet–set del Hollywood de oro, nunca estuvo interesada en pregonar su propia imagen a través de vacuas autocomplacencias aburguesadas y cómicas para entregar divertimento en una tarde desinfectada: ella no fue Woody Allen (Barbara murió en 1980, a la corta edad de 48 años, de un cáncer de seno) y tampoco le interesó serlo: con este único filme realizado en su vida, ha sabido inscribirse a golpes de mazo (fuerza no le falta para nada) en el podio de los realizadores más honestos, brutales y veraces de la tradición norteamericana, esa que nos han legado incontables vidas de marginales, underdogs, subterráneos, perdedores irremediables, y que difícilmente dejarán de habitar el séptimo arte para nuestro interés, o por lo menos no cuando son retratados como esta enorme directora bárbaramente lo ha hecho. Si las razones que exponemos para admirar a Wanda se encuentran febriles y exageradas, traigamos las consabidas citas legitimadoras: este filme fue clave para personalidades como Marguerite Duras, la crítica señala su urgencia en los planteamientos del cine y el feminismo, asunto que al parecer aún no ha sucedido cabalmente, el legendario Godard la reconoció como una obra de arte, y la productora fundada por Isabelle Huppert compró los derechos originales de la película. ¿Algún argumento más para ver urgentemente este filme y recibir las desoladas lecciones que sólo el cine más raso e independiente puede darnos?​

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UNA MUJER
SIN INFLUENCIA

Wanda (1970), la única película realizada por la actriz Barbara Loden, esposa de Elia Kazan, vuelve a las salas de cine tras una larga ausencia gracias al esfuerzo de Isabelle Huppert y su productora que ha comprado los derechos. Treinta años antes de Sue perdida en Manhattan, he aquí el retrato cómico y conmovedor de una mujer a la deriva.

Algunos entregarían la obra completa de Elia Kazan por el único film rodado por su mujer, Barbara Loden. Wanda (1970) continúa siendo una película desconocida a pesar de mostrar el retrato más conmovedor del cine de los años 70 con las mujeres bajo la influencia de Cassavetes. Realizado con el menor presupuesto posible, sin iluminación, sin vestuario (el personaje masculino lleva la ropa vieja de Kazan), con la ayuda inestimable de Nicholas Proferes, formado en el seno del cinéma-verité de Leacock en los años 60 que se ocupó tanto de los encuadres como del montaje, Wanda es un trazo extraído del glamour romántico de Hollywood, un negativo violento de todos los Bonnie and Clyde del mundo. Fundamentalmente, defendida durante diez años por Barbara Loden, quien trabaja un autorretrato apenas dibujado, el personaje de Wanda sigue siendo una figura magnífica, nunca resuelta, nunca recuperable, que desafía cualquier reducción.​

La dama es una vagabunda
Desde los primeros planos, Barbara Loden nos sorprende. La cámara recorre un paisaje minero. En frente, al pie de una montaña de hulla, una casa: La abuela está en la ventana, una madre se levanta, toma el desayuno, un niño llora. Identificamos a esta mujer como la heroína epónima, la seguimos a la cocina. Y de repente asoma alguien bajo una manta, acostada sobre el sofá, el cabello despeinado, otra mujer. La mujer del comienzo con el niño no era la Wanda del título. En primer lugar, vemos el mundo obrero, los mineros que trabajan y viven en las colinas de arena negra. Esta humanidad laboriosa tiene su sitio en la sociedad. Y debajo, bajo las mantas, existe otra humanidad que ya no tiene su sitio, totalmente desconectada de la vida social y la norma. Es la vagabunda, rechazada fuera de los ordenes sociales (lo que le otorga un poder crítico considerable: lo burlesco) y forzada a vivir una vida a ras del suelo, junto a los desechos: como el héroe de la genial novela de B.Traven, La nave de los muertos, sin domicilio fijo, sin pasaporte, es relegado al lugar asignado por la sociedad a sus retoños sin papeles: el lugar del muerto.​

Pero con Wanda, el vagabundo es por primera vez una mujer. Y esto lo cambia todo: ella no encaja en el pasaje de los finales de la mitología americana como todos los vaqueros solitarios de los años 70. Uno puede extrañarse de que los estudios feministas florecientes al otro lado del Atlántico nunca hayan tenido en cuenta a Wanda (1) Socialmente, es una mujer indigna. En cuanto asoma su cabeza bajo la manta, ella ya ha soltado todo, su marido, sus hijos. Debe rendir cuentas ante un tribunal para divorciarse, pero llega tarde, dudosa e indiferente (hablando de su marido: "si quiere el divorcio, déselo"); Wanda está lejos de ser una mujer contestataria, una rebelde, afirmando sus deseos de independencia. Este complejo retrato pulveriza al resto de las mujeres "liberadas" de los años 70, como Alicia en Alicia ya no vive aquí de Scorsese, que tomaba la carretera, educaba a su hijo y realizaba su sueño roto, convertirse en cantante, dentro de un guión muy convencional.​

Con Wanda todo es muchísimo más complicado: ella parece libre y sin embargo se comporta como un auténtico parásito. Se engancha como puede a los hombres que se cruzan en su camino y se cuelga de ellos como un peso muerto. Como un buen perrito, encuentra a su amo, Mister Dennis (le llama Señor, como una niña), un perdedor, un ladrón miserable y torpe. El guión se define poco a poco en torno a un fallido atraco a mano armada en un gran banco, demasiado grande para ellos, en el centro de la ciudad. Mister Dennis la trata como a un perro: cuando la envía a comprar una hamburguesa en plena noche, él refunfuña, tira la cebolla frita a la basura y ella, toda contenta la recoge. Hay que decir que Wanda es un poco estúpida. La gran idea de Barbara Loden es haber hecho de Wanda un personaje cómico. En buena parte del film se pasea con los bigudís en la cabeza. Habla con una voz gangosa, la frase entrecortada tanto por hipos como por pequeñas síncopas.​

Wanda no es indiferente, simplemente está disponible y desocupada. Ella deambula, espera ser tomada (también en un sentido sexual: una vagabunda es también una fulana), espera que se le confíe algo. En un primer momento se muestra reticente cuando Mister Dennis la implica en un atraco; incluso haciendo prueba de una firmeza moral que no conocíamos, lo rechaza. Cuando él le sermonea: "Quizás no hayas hecho nada en tu vida, pero ahora vas a hacerlo", ella se siente la encargada de una misión que efectivamente cumplirá, ¡y con qué determinación! Persevera, quiere hacerlo lo mejor posible. Un vínculo muy discreto los une a los dos, lejos de la furia de los amantes en fuga que atraviesan el cine americano; es una pareja improbable, pero una pareja al fin y al cabo.​

Señora Nadie
Barbara Loden juega con una gran ventaja: a un tiempo, la inteligencia de la denuncia de la alineación femenina (Wanda sólo puede definirse con relación a un hombre) y su exigencia de inventar una figura que no corresponde a ninguna preexistente ni en el cine ni en los manuales de sociología. Puesto que hay un momento en el que rendirse a la evidencia, Wanda ni siquiera es una mujer. Cada escena viene a ratificar su nulidad, Wanda es un pequeño objeto sin utilidad de apariencia totalmente abandonada. Emprende su camino a ninguna parte porque no es buena en nada ("just no good", repite constantemente); es despedida de su trabajo porque cose demasiado despacio. "Ni siquiera es una ciudadana americana", le reprocha Mister Dennis; ella se ha retirado del mundo de los vivos.​

No hay ninguna duda de que Barbara Loden se nutre de su propia experiencia de "muerta viviente"(2) Hay una Barbara Loden viva que hay que buscar en sus interpretaciones en el cine y en el teatro de papeles disponibles: tanto Wanda como la espléndida Ginnie en Esplendor en la Hierba (1961), que se entrega a todos los notables de la ciudad por desafío y desesperación; o Maggie, personaje frágil inspirado en Marilyn, que interpretó en teatro en Después de la caída de Arthur Miller (1964) y que se define como una Miss None (miss no one, señora nadie) arraigada únicamente en un "Ahora". Del mismo modo,Wanda es no one, no es nadie, es un topo de vista muy corta, una "miss now" de restringido campo de acción.​

Juana de Arco
Por eso Wanda es una figura tan inédita. La "crisis de la imagen-acción" que sustituye a la forma-paseo en el film de acción del que habla Deleuze a propósito de Scorsese, Lumet y Cassavetes todavía producía figuras desconectadas pero plenas, machos heroicos o mujeres locas de amor. Wanda vacía al cine de todos estos fantasmas, de todas estas obsesiones, es una gran plancha, tal y como exigía Bresson, que aplasta a las imágenes y a las figuras. Wanda no comparte el heroísmo solar del hippie, ni siquiera puede ser identificada como una figura errante: el vagabundeo es todavía un proyecto con el viaje como fin. No hay viaje alguno en Wanda. El personaje es siempre filmado en su entorno (minas, ciudades) sin ningún espacio de largas carreteras alrededor de ella. Incluso el punto de partida ha desaparecido: cuando el film comienza, Wanda ya no está en su casa, sino en casa de su hermana. No tiene un hogar, dulce hogar que abandonar, sino que ya ha salido. Es sólo una vagabunda que vive en un deambular; en cada instante su imagen está ahí, en la realidad del instante pero sin ningún otro gesto ni proyecto.​

¿Quién es Wanda? ¿Sólo una figura negativa? ¿No one? La interrupción en la imagen final cubre de gloria esta "singularidad cualquiera" (Giorgio Agamben) sin identidad, entrando en la línea de grandes figuras literarias como Bartleby o los héroes de Robert Walser. Duras no se equivocó hablando de la "gloria" de esta "decadencia"; Godard tampoco, quien ve "esplendor" en esta "miseria". En la edición de Gallimard de sus Historia(s) del cine bajo estas dos palabras, coloca una junto a otra la imagen del rostro de Wanda y la Juana de Arco encadenada de Bresson. La pequeña Wanda es a un tiempo una enajenada, una idiota, una mujer libre, un payaso, un ángel, un perro. En la última secuencia, sublime, en la mesa de un bar en medio de desconocidos, Wanda se encuentra estancada hasta la eternidad, cigarrillo en mano, la cabeza inclinada. Un gesto simple, de una compasión infinita. Wanda es una santa.​

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