ESCENA 4 - El desconcierto de Drakznor.
Las naves de combate flotaban como lanzas dormidas junto a una roca negra, lisa, de superficie pulida artificialmente: el satélite nodriza. La formación permanecía inmóvil, oculta entre campos de residuos y sombras orbitales, mientras el silencio del espacio se tensaba como una cuerda a punto de romperse.
Drakznor observaba la vasta oscuridad desde el puente de mando, rodeado de sus oficiales. Los ojos serpenteantes del personal, fríos y sin párpados, brillaban con inquietud bajo la tenue iluminación verdosa. A través de la pantalla principal, algunas rocas chamuscadas atravesaban el campo de visión como testigos mudos del vacío.
El informe había sido claro: un convoy logístico de los Rahotep pasaría cerca para reabastecer a su vanguardia. Las órdenes, aún más precisas: vigilar, recopilar datos, no delatar la posición.
Pero la tensión lo impregnaba todo. No por el protocolo, sino por el enemigo.
Los felinos eran impredecibles. Maestros del sigilo, capaces de aparecer desde cualquier ángulo, con estrategias tan veloces como mortales. Incluso las divisiones menores podían portar superdotados: guerreros nacidos para destruir, y para morir con gloria.
De pronto, los sensores se activaron. El zumbido de la maquinaria se alzó como un coro de advertencia. Las pantallas se cubrieron de símbolos, datos, vectores. El puente se tiñó de rojo.
—¡A la derecha! —gritó un teniente—. ¡Algo viene de la derecha!
Entonces, apareció.
Primero fue un punto lejano, una flor de fuego amarillo que brotó en el horizonte oscuro. Luego, como si creciera con intención, se expandió: un cometa voraz, girando sobre sí mismo con energía despiadada, arrasando todo a su paso.
—¡Es una trampa!
—¡Cambien la órbita del satélite!
—¡Prepárense para evacuar!
—¡Nos atacan! ¡Repito, los felinos nos atacan!
La bola de fuego estalló sobre ellos con violencia ancestral. De las cuarenta naves de Drakznor, sólo dieciséis sobrevivieron. El resto se convirtió en chatarra espacial: algunas incineradas, otras partidas en fragmentos, esparcidas como polvo brillante entre las estrellas.
El satélite nodriza resistió, apenas herido. Drakznor apretó los dientes. Una ira helada subió por su espina.
En la dirección opuesta al ataque, surgió la verdadera flota Rahotep: tres enormes naves discoidales de color plata, flotando como dioses dormidos, silenciosos y letales. Los felinos habían usado la distracción para flanquearlos. Una jugada maestra.
—¡Nos la van a pagar! —bramó Drakznor.
—Comandante, nuestras órdenes son observar. No podemos enfrentar a esa flota.
—Estoy al mando aquí. Asumo la responsabilidad. Prepárense para el ataque.
Las dieciséis naves se dividieron en cuatro escuadrones: cuatro triadas con su respectivo vigía trasero. Drakznor lideraba desde el frente, como una saeta envuelta en furia.
Las naves felinas respondieron. Desde sus superficies emergieron rayos azules, señales de advertencia. Luego, como un enjambre, surgieron pequeñas unidades: naves compuestas por múltiples módulos, que se separaron como insectos mecánicos.
La batalla fue brutal. Algunas naves zevayar, sin armas para atacar, se lanzaron al sacrificio, estrellándose con furia. Otras fueron pulverizadas por los rayos concentrados. Hubo explosiones silenciosas, muertes que dejaron trazos de luz efímera. El vacío se llenó de cadáveres metálicos y destellos agónicos.
La flota logística escapaba. Drakznor la persiguió con terquedad asesina.
Cuando las alcanzó, el fuego cruzado fue intenso. Logró neutralizar a una. Penetraron en su interior, tomaron control del puente. El personal de mando había huido o muerto. Solo quedó una oficial de rango medio. Oponía resistencia con dignidad, pero fue reducida.
Poco después, llegaron los refuerzos Rahotep. Drakznor ya se había esfumado, llevándose consigo a su prisionera.
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La atmósfera dentro de la sala de comando era opresiva, no por su arquitectura —sobria, metálica, sin adornos— sino por la mirada del comandante Velghor, que cortaba como bisturí. Sus ojos eran dos carbones apagados; ni furia ni decepción, solo ese desdén medido que los altos oficiales dominaban como una segunda lengua.
Drakznor estaba de pie, rígido, con las venas de su cuello tensas, aún cubierto del polvo carbonizado de las naves que había perdido.
—La orden fue clara, Comandante de escuadra —dijo Velghor sin levantar la voz—: Observar. Informar. No interferir. ¿Te resulta complejo seguir tres palabras?
—El enemigo había detectado nuestra posición —respondió Drakznor, medido—. Atacaron primero. Respondí.
—Lo sé. Lo vi todo. También vi cómo convertiste una retirada táctica en una masacre evitable. Terminaste de hacer el trabajo por ellos.
Un silencio pesado se posó como niebla sobre la habitación. Drakznor apretó los dientes.
—Perdimos veinticuatro naves por el impacto inicial. Dieciséis estaban operativas. Era una oportunidad para…
—¿Una oportunidad? —lo interrumpió Velghor, y su voz cambió por primera vez, apenas, con una nota aguda de fastidio—. ¿A eso llamas atacar una flota de abastecimiento protegida por cazadores Rahotep? ¿Con una división herida, desorganizada, emocionalmente inestable?
Drakznor guardó silencio.
—¿Y todo para qué? —continuó Velghor, ladeando la cabeza con ironía quirúrgica—. ¿Para capturar una unidad de “material genético”? ¿Un espécimen menor? ¿Un cuerpo que ni siquiera los laboratorios de clase nueve solicitaron?
Drakznor alzó la mirada.
—Todavía puede ser útil. Su resistencia indica un posible rasgo...
—Cállate. —Esta vez la voz de Velghor se endureció como piedra—. No quiero oír tus conjeturas de oficial de campo. Has costado una división entera. Cuarenta naves. ¿Sabes cuánto tarda en incubarse una flota, Drakznor?
—Sé lo que perdimos. Estuve allí.
—Sí. Pero no pareces comprender lo que eso significa.
Velghor se acercó un paso. Su sombra cayó sobre el rostro de Drakznor.
—No eres un líder. Eres un experimento que ha durado demasiado tiempo.
Drakznor no se inmutó, pero una fibra en su interior se crispó. Esa palabra. "Experimento". Había algo en ella que sonaba demasiado personal.
—Quiero enmendar la pérdida —dijo Drakznor. Su voz era baja, firme—. Devuélvame el mando. Le entregaré la base de reabastecimiento felina. La destruiré. Con eficacia. Con precisión.
Velghor lo miró como si analizara una larva bajo un microscopio.
—¿Sabes cuál es tu verdadero problema, Drakznor? No fracasaste por desobedecer. Fallaste porque crees que eres importante.
Drakznor entrecerró los ojos.
—Tengo otra misión para ti —añadió Velghor, girando sobre sus talones—. Una que no requiere iniciativa. Ni pensamiento.
Drakznor sintió el golpe antes de oírlo.
—Beltregas.
El nombre cayó como una roca.
—Beltregas está atrapado detrás de líneas enemigas —continuó Velghor—. Robó algo valioso. Algo que no debe caer en manos felinas. Bastet en persona lo está cazando. Tú vas a llegar hasta él, romper el cerco y traer de vuelta... el cargamento.
—¿Y estaré bajo sus órdenes?
—Así es. Te integrarás a su escuadra. Serás su sombra, su escudo... su sirviente si hace falta.
Drakznor desvió la mirada. Había sangre en su boca, pero no era de una herida física.
—Esto no es una misión. Es un castigo.
—Exacto. —Velghor se dio vuelta por última vez—. Uno que, por cierto, deberías agradecer. Hay voces en el Consejo que pedían tu desactivación inmediata.
Un segundo de silencio.
—¿Qué fue lo que se robó Beltregas? —preguntó Drakznor, arriesgando una última vez su voz.
—No es asunto tuyo.
Y con un gesto leve, casi de desprecio burocrático, lo despidió.
—He terminado contigo.
Drakznor se cuadró, giró y salió. El eco de sus pasos resonó como martillos apagados en los pasillos.
Pero algo en él comenzaba a resquebrajarse.
Beltregas. El rumor de que había ejecutado a toda su escuadra después de aquella misión. El silencio en torno al cargamento. La forma en que Velghor había dicho “desactivación” como si hablara de una máquina rota.
Algo oscuro se agitaba en los márgenes de la verdad.
Y —aunque aún no lo sabía— ya no era un soldado. Era un individuo con una grieta. Y las grietas, tarde o temprano, se ensanchan.
Drakznor caminaba de regreso al hangar, sus pensamientos enredados en el fracaso de la misión, la humillación del castigo, y el nombre maldito de Beltregas.
Fue entonces cuando algo invisible lo golpeó.
Una punzada en la frente. No dolor, sino... una vibración. Un eco en el cráneo. Instintivo, primitivo. Como si alguien —algo— lo hubiera llamado por dentro.
Se detuvo frente a una puerta de seguridad. No recordaba haber tenido intención de entrar allí. Pero su mano ya estaba sobre el panel.
Se abrió con un silbido. El olor a desinfectante y metal lo golpeó como una bofetada.
Dentro, colgaba de grilletes una figura encadenada: una mujer felina de pelo oscuro, los brazos en alto, el rostro cubierto por una maraña de cabello sucio. Apenas se movía. El instrumental médico brillaba a su alrededor como cuchillos esperando una orden.
Drakznor dio un paso adelante. No había sonido. Nada, salvo la pulsación de su propia sangre en las sienes.
Y entonces, la oyó.
—Sabía que ibas a venir.
No fue una voz. Fue un pensamiento nítido. Una palabra plantada en su mente como una espina.
Drakznor no respondió. Se quedó inmóvil. Ella no lo había mirado.
—No te preocupes, no diré nada... todavía. Pero tú y yo sabemos que hay algo dentro de ti que no entiendes. Que temes.
Drakznor apretó los puños.
—¿Estás tratando de confundirme, felina?
—¿Confundirte? No. Solo quiero que empieces a escuchar... lo que has intentado silenciar toda tu vida.
—Tú no sabes nada de mí.
—No. Pero lo siento. Aquí.
(Él sintió un leve pinchazo en la base del cráneo. Una sensación de vértigo. ¿Era ella? ¿Lo estaba haciendo ella?)
—No intentes manipularme, gata. Estás a un paso de ser troceada y embotellada.
Ella se rió, apenas un murmullo. Pero se filtró en su mente como un susurro húmedo.
—¿Y vas a permitirlo? ¿Aún después de haberme sentido? No somos tan distintos, tú y yo. No del todo.
—¡Silencio! —rugió él, pero su voz se sintió vacía. Frágil. Como si se hubiera quebrado una barrera entre ellos.
—Si me lastiman, lo sentirás. No por empatía. Por... sincronía.
Drakznor se quedó quieto. La temperatura había bajado. O era él. ¿Qué estaba pasando?
Ella alzó apenas la cabeza. Sus ojos brillaron, dorados. Como si vieran dentro de él.
Y dijo, en voz apenas audible:
—Dime, ¿alguna vez has sentido que no encajas? ¿Que todos te miran como si supieran algo que tú ignoras?
Él no respondió.
Solo se dio media vuelta y se marchó.
Pero al cerrar la puerta, supo que algo había cambiado. Que una semilla había sido plantada.
Y que pronto, iba a crecer.
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Lugar: Hangar de acoplamiento de la nave insignia de Beltregas. El ambiente huele a ozono, metal pulido y arrogancia.
Drakznor desciende de la lanzadera con paso firme. Sus botas metálicas retumban sobre la plataforma negra. Frente a él, rodeado por oficiales vestidos con túnicas ornamentadas, está Beltregas: erguido, impoluto, como esculpido en mármol noble.
Beltregas (con una sonrisa educada):
—Oh, por los dioses primordiales… ¿Drakznor? No esperaba que tú fueras el refuerzo prometido. Pensé que te habrían disuelto en ácido o reciclado en los hornos. Pero ya veo… el Consejo aún es aficionado a las reliquias violentas.
Drakznor (sécamente):
—Sigo siendo útil. A diferencia de las sonrisas y los títulos.
Beltregas (dando un paso lento, como en una ópera):
—Claro, claro. Tú y tus músculos… inseparables. Te diré algo, querido… guerrero: no necesito que pienses, no necesito que opines. Solo que mates. Rápido. Limpio. Y si puedes, sin babear sobre el uniforme.
Drakznor (acercándose sin temor):
—Y tú procura no estar demasiado cerca cuando eso pase. A veces no distingo bien entre el enemigo… y un arrogante condecorado.
Ambos se miran fijamente. Silencio. Un oficial reptil hace un discreto gesto de tensión. Nadie respira.
Beltregas (riendo con frialdad):
—Oh, esta va a ser una expedición deliciosa.