Braun
Miembro de plata
El tamarindo se veía más amarillo y más seco cada día. Era el consentido de Marion y decía que faltaba un año para que finalmente aparecieran sus frutos. Era también el único que aún no se había marchitado. Yo regaba todas las plantas con agua cada mañana como ella solía hacer, pero igual seguían muriendo. Dicen que hay que tener buena mano para que ellas crezcan y den fruto. De pie y rodeado de toda esta vegetación muerta, es obvio que no poseo tu talento. Querida, perdóname por ser un viejo tan inútil. Ni siquiera puedo cuidar de tu amado jardín.
Mientras veía el suelo, me pregunté si la hierba tendría algo que ver. Recordé que Marion siempre estaba hablando de arrancar la hierba mala antes que esta creciese y lastime a sus bebés. Puse una mano sobre la tierra y me dí cuenta que estaba era dura como el cemento. ¿Cómo se supone que algo pueda crecer en este suelo? Estaba buscando sus guantes cuando tocaron el timbre. Al salir a atender la puerta pude ver a un tipo con apariencia campesina: poncho, sombrero de paja y un cochecito con varias tallos con flores de colores asomándose por todos lados.
– Buen día, patroncito– dijo quitándose el sombrero y encorvandose aún más –¿Estará la señora?
– La señora...no...ella...falleció.
– ¡Achachau, padre! No me diga ¿Virgen Santísima, cómo es posible?– el hombre empezó a lamentarse gimiendo en quechua frente a mi puerta.
– ¿Y usted quién es? ¿Para qué la buscaba?
– Patroncito, yo soy Dimas Mallqui. Soy jardinero. ¡A la señito la conocía desde hace años! Justo le traía unas plantitas que me había pedido.
– ¿Plantas? ¿Qué plantas?– le pregunté. Mientras el tipo me contestaba se me ocurrió que podría ayudarme a arreglar el jardín. Nunca le había visto y Marión nunca me habló de él, pero parecía conocer su negocio. Me dijo que era de Ayacucho igual que ella, eso bastó para que yo bajase la guardia. Le hice pasar a la casa, lo llevé hasta el patio y le enseñé el jardín o lo que quedaba de este.
Ahí lo tiene. ¿Cree que pueda hacer algo?– le pregunté. El jardinero se quedó un rato observando el panorama. Arrancó algunas hojas muertas y quebró otras ramas que estaban secas. Recogió algunas flores y frutos marchitos del suelo y los olfateó. Volvió a quitarse el sombrero. Hizo otra reverencia y persignándose murmuró algo. Luego se quitó las sandalias y caminó sobre la tierra. Pude ver que estaba intentando sin éxito enterrar los dedos de los pies. –Está muerta, patrón– dijo –La tierra está muerta–. Salió del jardín y volvió a ponerse el calzado.
– ¿Y usted puede arreglarlo?– le pregunté. Dimas Mallqui me miró, pero no me respondió. Fue hasta su cochecito y se puso a rebuscar en sus sacos de rafia blanca; sacó una pequeña lampa y sin pedirme permiso empezó a remover la tierra y arrancar todas las plantas muertas. Era doloroso ver a alguien metiéndose con el jardín de Marion, pero no sentí deseos de reclamarle, ni siquiera de darle alguna indicación. Simplemente lo dejé hacer. Me senté en la silla del columpio y le observé trabajar hasta quedarme dormido.
Volví a soñar con Marion. Esta vez se veía contenta y por ende yo también. Le decía que me esperara, que ya faltaba poco y que muy pronto íbamos a volver a estar juntos. La abracé y la besé como nunca había podido hacerlo en ningún sueño. No me hubiese querido despertar nunca, pero una voz que me hablaba se hacía más y más fuerte hasta que tuve que abrir los ojos. –Patroncito, ya está. Venga, venga para que vea cómo quedó– dijo.
Mallqui me ayudó a levantarme de la silla y me presentó orgulloso su trabajo. Había quitado la tierra antigua y la había reemplazado con una nueva muy humeda y de color negro. La había traído de la bendita tierra de Ayacucho, según él. Sobre esta, retoños de las plantas favoritas de Marion. Chirimoyas, ajies, romero y flores como Begonias, Lavandas y por supuesto, su favorito, el árbol de Tamarindo; casi sin hojas y sin las vainas secas pero con un mejor semblante. Ahora no moriría, sino más bien, crecería y seguro que daría esos frutos de los que tanto ella hablaba. Marion, por favor espérame. Muy pronto volveremos a ser sólo tú y yo. Hasta entonces mírame desde arriba como cuido bien de nuestros niños.
Mientras veía el suelo, me pregunté si la hierba tendría algo que ver. Recordé que Marion siempre estaba hablando de arrancar la hierba mala antes que esta creciese y lastime a sus bebés. Puse una mano sobre la tierra y me dí cuenta que estaba era dura como el cemento. ¿Cómo se supone que algo pueda crecer en este suelo? Estaba buscando sus guantes cuando tocaron el timbre. Al salir a atender la puerta pude ver a un tipo con apariencia campesina: poncho, sombrero de paja y un cochecito con varias tallos con flores de colores asomándose por todos lados.
– Buen día, patroncito– dijo quitándose el sombrero y encorvandose aún más –¿Estará la señora?
– La señora...no...ella...falleció.
– ¡Achachau, padre! No me diga ¿Virgen Santísima, cómo es posible?– el hombre empezó a lamentarse gimiendo en quechua frente a mi puerta.
– ¿Y usted quién es? ¿Para qué la buscaba?
– Patroncito, yo soy Dimas Mallqui. Soy jardinero. ¡A la señito la conocía desde hace años! Justo le traía unas plantitas que me había pedido.
– ¿Plantas? ¿Qué plantas?– le pregunté. Mientras el tipo me contestaba se me ocurrió que podría ayudarme a arreglar el jardín. Nunca le había visto y Marión nunca me habló de él, pero parecía conocer su negocio. Me dijo que era de Ayacucho igual que ella, eso bastó para que yo bajase la guardia. Le hice pasar a la casa, lo llevé hasta el patio y le enseñé el jardín o lo que quedaba de este.
Ahí lo tiene. ¿Cree que pueda hacer algo?– le pregunté. El jardinero se quedó un rato observando el panorama. Arrancó algunas hojas muertas y quebró otras ramas que estaban secas. Recogió algunas flores y frutos marchitos del suelo y los olfateó. Volvió a quitarse el sombrero. Hizo otra reverencia y persignándose murmuró algo. Luego se quitó las sandalias y caminó sobre la tierra. Pude ver que estaba intentando sin éxito enterrar los dedos de los pies. –Está muerta, patrón– dijo –La tierra está muerta–. Salió del jardín y volvió a ponerse el calzado.
– ¿Y usted puede arreglarlo?– le pregunté. Dimas Mallqui me miró, pero no me respondió. Fue hasta su cochecito y se puso a rebuscar en sus sacos de rafia blanca; sacó una pequeña lampa y sin pedirme permiso empezó a remover la tierra y arrancar todas las plantas muertas. Era doloroso ver a alguien metiéndose con el jardín de Marion, pero no sentí deseos de reclamarle, ni siquiera de darle alguna indicación. Simplemente lo dejé hacer. Me senté en la silla del columpio y le observé trabajar hasta quedarme dormido.
Volví a soñar con Marion. Esta vez se veía contenta y por ende yo también. Le decía que me esperara, que ya faltaba poco y que muy pronto íbamos a volver a estar juntos. La abracé y la besé como nunca había podido hacerlo en ningún sueño. No me hubiese querido despertar nunca, pero una voz que me hablaba se hacía más y más fuerte hasta que tuve que abrir los ojos. –Patroncito, ya está. Venga, venga para que vea cómo quedó– dijo.
Mallqui me ayudó a levantarme de la silla y me presentó orgulloso su trabajo. Había quitado la tierra antigua y la había reemplazado con una nueva muy humeda y de color negro. La había traído de la bendita tierra de Ayacucho, según él. Sobre esta, retoños de las plantas favoritas de Marion. Chirimoyas, ajies, romero y flores como Begonias, Lavandas y por supuesto, su favorito, el árbol de Tamarindo; casi sin hojas y sin las vainas secas pero con un mejor semblante. Ahora no moriría, sino más bien, crecería y seguro que daría esos frutos de los que tanto ella hablaba. Marion, por favor espérame. Muy pronto volveremos a ser sólo tú y yo. Hasta entonces mírame desde arriba como cuido bien de nuestros niños.