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Al día siguiente, convocado por el escritor, llegó al escondrijo de Punta Hermosa el abogado de Barclays hijo, dispuesto a salvar de la cárcel a Barclays padre. Se llamaba Henry Gubbins. Era bajo, gordo y cabezón. Era brillante, culto y ambicioso. Era astuto, maléfico e inescrupuloso. Ganaba todos los juicios. Solía decir con delicioso cinismo:
-En este país la fuente del Derecho es el dinero.
Gubbins escuchó pacientemente el largo alegato de Barclays padre, recibió las carpetas con todos los documentos del caso, aprobó que don James siguiera escondido en Punta Hermosa, le aconsejó que no tratara de salir del país y sentenció:
-Esto se arregla fácilmente con cien mil dolaritos.
No dijo dólares, dijo “dolaritos”.
Don James Barclays arqueó las cejas, sorprendido, frunció el ceño y miró a su hijo, el escritor, quien, a su turno, le dijo a su amigo, el abogado:
-No hay problema, Henry. Cuenta con eso.
-Si queremos aceitar al juez y al fiscal y asegurarnos de levantar la captura y ganar el juicio, necesito la plata ahora mismo -dijo Gubbins.
Barclays padre no parecía dispuesto a pagar nada. Lo acusaban de haberse robado millones de dólares del Jockey Club, pero él sostenía que era inocente y quizás por eso no quería mostrarle dinero al abogado, no fuese a creer Gubbins que don James había desfalcado al Jockey Club.
En pocos minutos, Barclays hijo abrió la aplicación de su cuenta bancaria, introdujo los números de la cuenta de Gubbins y le transfirió cien mil dólares:
-Ya tienes tus dolaritos, Henry.
-Gracias, hermanito. Quédate tranquilo que con este lubricante yo me encargo de aceitar bien a todos.
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